Relatos ganadores I Concurso Escolar de Relatos
- Entretierras
- 20 jun 2022
- 14 Min. de lectura
Categoría A. Primer premio En memoria de su amigo LEIRE ACÍTORES MARTÍNEZ (CEIP Ave María, Palencia)
Hace más de un siglo y medio, en España, cuando luchábamos contra Francia, los portugueses decidieron aliarse con los españoles para ser más fuertes y poder vencer a los franceses. Estos se escondían de los españoles y los portugueses en casas vacías o en restaurantes abandonados. Todos los soldados franceses tenían doce balas; sin embargo, los españoles y los portugueses tenían trece. A los franceses les parecía injusto, así que muchos de ellos se hicieron pasar por españoles para conseguir una bala más. Cada vez que moría un soldado, sus compañeros tenían que dejar sus balas en un sitio cercano. Cuando se encontraba a una persona fallecida con las balas, en lugar de utilizarlas, estas se tenían que esconder. En el caso de que se las quedara alguien, fuera del país que fuera, se le tenía que sacrificar con esas mismas balas. Normalmente, los franceses preferían esconderse en los restaurantes antes que en las casas, ya que al ser zonas con mayores comodidades para resguardarse allí, estas se revisaban con mayor frecuencia. Había un francés llamado Bonnet Mason que era un soldado que se hacía pasar por portugués. Los portugueses le notaron algo raro cuando se unió a ellos. Además apenas hablaba, así que antes de acogerlo le revisaron los bolsillos para ver cuántas balas tenía. El francés, muy nervioso, empezó a caminar hacia atrás mientras negaba con la cabeza. De repente, tropezó con una piedra, cayó al suelo y perdió el conocimiento. Dos días después, se despertó muy asustado rodeado por unas montañas y sin saber lo que había pasado. Cuando fue a recoger sus balas para cargar el arma se dio cuenta de que alguien se las había quitado (seguro que pensaron que estaba muerto) y se puso a buscar como un loco sus doce balas. No muy lejos de él las encontró. Tras una larga caminata se dio cuenta de que... ¡no estaba en Portugal, sino en Francia! Por lo visto, alguien le había llevado hasta su territorio antes de que el resto se diera cuenta. En ese instante, lo agarraron del brazo fuertemente mientras una voz le decía: «Aléjate todo lo que puedas de esa montaña», señalando un montículo que había hacia el sur. Juntos salieron corriendo para alejarse lo máximo posible de aquel lugar. Cuando llegaron a la montaña del norte, Bonnet le preguntó a Francisco (su acompañante) por qué le había dicho eso, y antes de terminar la frase se oyó una explosión desde el sur. El chico que le había salvado la vida y llevado hasta Francia le dijo: «No soy francés, soy portugués y me llamo Francisco Amorim. Antes de que empezara la guerra repartía un periódico portugués». Bonnet quedó muy asombrado y asustado al mismo tiempo: en cualquier momento podían ser víctimas de un ataque de bombas. Así que caminaron agazapados entre las rocas para que nadie los viera. Cuando llegaron a un restaurante abandonado se pusieron a buscar provisiones. Habían realizado un largo viaje y estaban cansados y hambrientos. Entonces escucharon unos pasos que venían de la entrada y, muy asustados, se escondieron bajo las mesas más
grandes que había en el local. Desde allí pudieron observar que alguien vestía unas botas de cuero francés marrón, pero ante la duda prefirieron no salir de su escondite. Cuando esta persona se fue del restaurante, Bonnet y Francisco salieron despacito. Los dos se hicieron muy amigos y comenzaron a andar y a andar, hasta que llegaron a España. Cuidadosamente se infiltraron y llegaron a un precioso pueblecito de Valladolid llamado Urueña. Allí entraron en el restaurante abandonado en cuyo letrero aún se podía leer «Entretierras». En su interior había un viejo y polvoriento piano de mesa. En ese preciso momento se escuchó el sonido de un disparo: una bala atravesaba el cristal de la ventana e impactaba directamente sobre Bonnet, que estaba al lado del piano. Rápidamente, Francisco cogió dos hojas de periódico portugués y envolvió las balas de su amigo formando un pequeño paquete. Por último, lo ató con el cordel de su bota en memoria de su amigo y dejó el paquete dentro de la caja armónica del piano.
Categoría A. Segundo premio Notas de esperanza PABLO SAHAGÚN FERNÁNDEZ (Colegio Filipense Blanca de Castilla, Palencia)
Nadie gana una guerra, pero entre el bullicio de la batalla surgen notas de esperanza. Este es el caso de la historia de Alfonso y Helder, dos soldados que se vieron obligados a participar en la guerra de la independencia, donde forjaron una bonita e inquebrantable amistad. Alfonso era un profesor de música natural de Urueña (Valladolid) y Helder un carpintero de Portugal, que era uno de los países aliados de España. Las noches en la base militar eran largas, así que Alfonso y Helder aprovechaban para contarse historias sobre su vida y soñaban con regresar con sus familias. Alfonso le contó a Helder que en medio del salón de su casa de Urueña tenía un piano de mesa muy especial. Le tarareaba una canción que solía tocar con él y, a través de esas notas musicales, por un momento se transportaban a un mundo de paz. Durante esta guerra, ambos amigos pasaron momentos muy duros. Por cada año de supervivencia guardarían una bala cada uno, que simbolizaría un año menos de guerra y año más de amistad. Unos años después, Helder recibió una carta de su familia de Portugal, que contenía un par de hojas de periódico con la noticia de que Napoleón retiraba sus tropas de España y declaraba la paz. Tras seis años de conflicto, llegó el día para los dos amigos de despedirse y regresar a sus hogares. Helder, antes de partir a Portugal, decidió acompañar a Alfonso a Urueña. Era su deseo escuchar tocar a Alfonso con su piano aquella bella canción que tantas veces les había acompañado y había significado esas notas de esperanza que en muchos momentos habían necesitado. Llegados a Urueña, Alfonso levantó la tapa de su piano y, con las manos temblando por la emoción, logró tocar esa canción. Los dos amigos envolvieron las balas, que habían guardado durante aquellos años de guerra, con los papeles del periódico portugués que anunciaba la paz y los ataron con un viejo cordel. Lo guardaron dentro de la caja armónica de aquel piano; pensaron que era el mejor sitio para guardar su historia. Una historia escondida que, seguramente, alguien descubrirá algún día, y no sabrá ponerle fecha ni lugar, pero sí que pensará que la música tuvo un papel protagonista.
Categoría B. Primer premio Los doce... ¿asesinatos? DANIEL MARCOS MARTÍN (Colegio Diocesano Asunción de Nuestra Señora, Ávila)
Harry era un chico de catorce años que vivía en una casa enorme junto a su gran familia, compuesta por trece miembros contando con él. En esa casa habitaban sus cuatro tíos, sus padres Mary y Jacob, sus dos hermanos y sus cuatro primos. Un 22 de diciembre escucharon un disparo en el interior de la casa. Se levantaron todos corriendo para ver qué era lo que había sucedido y corrieron por todas las habitaciones para comprobar si estaba toda la familia bien. Finalmente, encontraron una cama vacía: era en la que dormía su primo Thomas. Al buscar entre las sábanas encontraron una bala de 11 mm, pero ninguna mancha de sangre, y a su lado encontraron una carta que decía: «A todos vosotros os ocurrirá lo mismo que le ha sucedido a Thomas. Él solo ha sido el primero, pero antes de que acabe el día solo quedará uno en esta casa». Aterrados, todos huyeron de la casa lo antes posible temiendo que un asesino se encontrara dentro. Las habitaciones, el salón, la cocina, los pasillos, la buhardilla..., todo quedó vacío. Todo quedó en silencio. Todo menos el pequeño comedor donde Thomas disfrutaba a solas de su desayuno mientras leía el periódico tranquilamente.
Categoría B. Segundo premio Sin título CARMELO JIMÉNEZ LUIS (Colegio Diocesano Asunción de Nuestra Señora, Ávila) Este piano tiene una larga historia, la cual es muy..., cómo decirlo: paranoica, pero es real. Este pianoforte se alojaba en el famoso restaurante de Valladolid llamado Entretierras. El constructor de este piano de mesa no se sabía quién era, pero se sospechaba que era portugués debido al paquete envuelto de este mismo país. Todos los posaderos estuvieron buscando ayuda en la península ibérica, pero no encontraron a nadie. Después de cinco años buscando a gente que los ayudara, encontraron al famoso Lapán, que es un gran detective de origen murciano que ha resuelto más de dos mil casos sobre instrumentos de música. Acto seguido, cogieron una avioneta y llegaron a Portugal. Nada más llegar, preguntó a la policía para comprobar si había alguien sospechoso por alguna parte de la frontera. El guardia les respondió que sí. Les dijo que había un hombre de más o menos cincuenta años y que hacía cinco años que depositó el piano en el país y se lo llevó a una ciudad en la que supuestamente estaba el constructor de este piano. Cuando llegaron a Coimbra, preguntaron en el ayuntamiento si había alguien mayor de cincuenta años residente de esta ciudad. El alcalde les contestó que solo había una persona, muy famosa por construir instrumentos armónicos como, por ejemplo, el piano. En ese momento, Lapán y los posaderos fueron a buscar a la calle dicha por el alcalde. Llegaron a ella en poco más de dos minutos y fueron entrando al portal donde supuestamente vivía el constructor del piano tan caro y valioso para los posaderos. Al entrar, descubrieron que el señor que vivía ahí era del restaurante e iba todos los días a tomarse una caña, pero eso solo era para que se fiasen de él. Un día como otro cualquiera fue al restaurante a «tomarse una caña», pero esta vez tenía otras intenciones. Entró, pero no había nadie. Entró al salón y encontró un piano que parecía muy antiguo y decidió reconstruirlo con los materiales que había en la trastienda. Al cabo del día, terminó de montarlo y quedó precioso. Pero, para dar el detalle, cogió dos cargadores de su pistola y los vació en el paquete hecho por aquellos periódicos de los años cuarenta, los envolvió y los pegó al piano con un poco de celo. Después de esta larga historia que les contó el constructor, Lapán le preguntó su nombre y rápidamente este le contestó: «Mi nombre es Gustavo». Les dijo que volvería a aquel pueblo de Valladolid llamado Urueña, en el cual construyó ese piano.
Categoría C. Primer premio Sin título RODRIGO ALONSO PERERO (Colegio Ave María, Valladolid)
Era un sábado noche en el restaurante Entretierras, concurrido por viajeros cansados de los pedregosos caminos que necesitaban una urgente reparación. Un cliente habitual volvía a entrar por la desgastada puerta saludando con un sombrío gesto de cabeza, como siempre. Era un hombre de tez bronceada, con un sombrero tejano negro. No se le veían los ojos, pero se intuía que miraba fijamente a cualquiera allí presente. Tenía una barba que le cubría la boca, terminada en algunos mechones desalineados, y una nariz afilada llena de ligeras cicatrices. Su traje, también negro, ceñido por un cinturón llamaba la atención por su calidad, pero también por los dos revólveres que dejaba ver. Se dirigió a una mesa vacía y oscura del fondo, cerca de un piano que habían llevado al bar semanas atrás. Rápidamente, la camarera se acercó para atenderle. –¿Desea usted tomar lo mismo de siempre, señor Ardanaz? –Esta vez ponme el mejor vino que tengas, estamos de celebración –respondió. A pesar de que sus palabras parecían llenas de alegría, el tono en el que las pronunciaba era grave y cortante. Al rato, volvió la chica con una botella de vino y unas copas de fino cristal, abrió la botella y la dejó sobre la mesa. Acto seguido, entraron un par de clientes más, algo inusual en aquellas horas. La camarera y el señor Ardanaz volvieron la mirada para ver a los dos hombres. Uno, lo suficientemente alto como para dar con la cabeza a las lámparas más bajas del establecimiento, iba desaliñado, pero portaba un revólver poco común por su elevado precio. Su amigo, en cambio, era de mediana estatura, ligeramente más bajo que la media, y llevaba un traje blanco inmaculado, el pelo peinado a conciencia y una sonrisa en la boca. En sus manos, impolutas, brillaban lujosos anillos y, bajo ellas, un par más de pistolas enfundadas. Los dos hombres y Ardanaz cruzaron las miradas y la tensión comenzó a notarse. No era un ambiente agradable. La camarera sirvió el vino y se dirigió hacia la barra para ofrecerles un par de tragos. –Vengan, prueben este whisky, invita la casa. El hombre de blanco, aún sonriente, respondió: –¡Cuánta hospitalidad por esta zona! Disculpe nuestros modales. Este caballero de aquí es el señor Dechamps, León Dechamps –León le dirigió una mirada de desaprobación, que su amigo prefirió ignorar– y mi nombre es Andreas Bloch. La camarera los miró atónita. –¿Vosotros no sois de por aquí, verdad? Esta vez respondió León: –Cierto. Yo nací en Francia, pero mi amigo es de más lejos, viene de Noruega –antes de continuar, hizo una pequeña pausa para dar a su voz un adulador tono burlesco–. ¿Y usted cómo se llama, mi bella dama?
La muchacha le lanzó una mirada pícara y se dio la vuelta para comenzar a limpiar la barra. León se mostró sorprendido, pero le restó importancia y se giró hacia Ardanaz, que aún degustaba aquella copa de vino mientras observaba la escena. Fue ese el momento en el que los dos extranjeros decidieron dirigirse hacia la mesa del fondo y sentarse frente a él. Entonces la impecable sonrisa de Andreas se tornó en un gesto serio y el entrecejo de León se frunció ante el tercer hombre. –Venimos buscándote desde muy lejos, Julio Ardanaz, y lo sabes muy bien –dijo la grave y autoritaria voz de León. Por primera vez en toda la velada, Ardanaz dejó entrever sus ojos, un par de brillantes luciérnagas en la oscuridad de su rostro, y una sonrisa asomó entre los lisos mechones de su barba: –¿Y qué quieren de mí un par de muchachos como vosotros? ¿O acaso lleváis buscándome durante tanto tiempo solo para conocerme? El francés tensó los músculos ante la rabia de sentirse insultado mientras su amigo continuaba la conversación tras un brusco golpe de una de sus pistolas sobre la mesa. –Creo que es el momento de que vayas pagando por tus crímenes, Ardanaz. Entonces entrecerró los ojos y se preparó para lo que se avecinaba. Los tres hombres se levantaron de sus sillas casi a la vez, como si alguien se lo hubiese ordenado. Llevaron las manos a las armas dejando los dedos a escasos centímetros de ellas. Hubo un momento de siniestro silencio, solo interrumpido por el sonido de la entrecortada respiración de los allí presentes. Con un gesto rápido, Ardanaz volteó la mesa, con un gran estruendo provocado por la caída de las copas. Aprovechando la confusión y la mesa a modo de escudo improvisado, corrió hacia el piano que tenía detrás para protegerse. Los dos hombres reaccionaron igual de rápido. Cada uno se encontraba encorvado a un lado de la otra cara de la mesa que había quedado tumbada, apuntando hacia el majestuoso piano nuevo. Ardanaz gritó: –¡Nos veremos en el infierno! Acto seguido, comenzó a disparar hacia la mesa sabiendo que sus balas la perforarían y, con suerte, acabaría con alguno de sus oponentes. Desafortunadamente para él, eso no ocurrió y le devolvieron los disparos. La abrumadora superioridad de tres armas contra una hizo su efecto y una bala dio a Ardanaz en el tobillo izquierdo. Gritó de dolor y su cabeza sobresalió momentáneamente por encima del piano. Esto le ofreció a Andreas un tiro certero que le iba a atravesar el cráneo a través de la oscura madera del instrumento. Pero la placa de plata de identificación del piano, que cayó al suelo tras el impacto, fue su salvación. Los dos hombres creyeron que la batalla había terminado, salieron de su escondite y se dirigieron al piano. Pero, en cuanto dieron el primer paso, cayeron de espaldas con un agujero entre los ojos. Ardanaz se levantó y, cojeando, recogió los cadáveres. Tras sacar a aquellos dos hombres del establecimiento, le dio doce balas a la camarera, seis de un revólver de cada hombre; una especie de entierro que solía hacer aquel veterano general. Tras ello, se marchó sin decir palabra y las doce balas fueron pasando de generación en generación hasta que acabaron guardadas en el piano como otro recuerdo olvidado de una historia jamás contada.
Categoría C. Segundo premio La vida traspapelada de Cole Jones ADRIÁN ALONSO PALMERO (Instituto Politécnico Cristo Rey, Valladolid)
Este es el diario perteneciente a Cole Jones Williams, así que creo que ya supones que no deberías seguir leyendo, puesto que no es tu diario, a no ser que... esté muerto. Si es el caso, lee este diario de principio a fin, puesto que me gustaría que me recordaran como el hombre que he sido. 14 de diciembre, Birmingham Era ya 14 de diciembre y seguíamos en guerra pese a que esta había empezado a principios del dichoso mes de noviembre. La lucha era entre los italianos y nosotros. Ellos se habían atrevido a desafiarnos para poder gobernar el territorio más grande de Birmingham, puesto que en estos años difíciles solo había dos caminos: gobernar o ser gobernado. Nosotros habíamos conseguido ser los dueños de aquel repugnante lugar durante más de tres años y todo era nuestro hasta que llegó este grupito de niñatos con unos cuantos subfusiles y escopetas. Al parecer, les gustaba vestir bien con trajes de color gris y corbata de rayas. La verdad, en mi opinión, una vestimenta complicada para moverse en un combate; pero es normal, puesto que ellos no están acostumbrados a las peleas sucias. En octubre me habían dado el chivatazo de que se acercaban italianos armados hasta los dientes, pero al parecer no me lo tomé demasiado en serio. Como jefe de la banda fallé; espero no volver a hacerlo. 16 de enero, Birmingham Hace ya algún tiempo, antes de la guerra, había encargados unos revólveres con culata de mármol blanco. Básicamente, lo mejor del mercado, ya que quería ampliar mi arsenal a petición de mis clientes más sofisticados. He de revelar que estas armas son una de mis debilidades, ya que me encariñé de un revólver Colt del 59, adornado con una culata refinada de mármol rosado junto con un gatillo amplio. Este revólver me había salvado la vida en muchas ocasiones. Por ello, en las noches de insomnio, uno de mis mayores placeres es sostener un vaso de whiskey escocés junto con el gatillo de mi revólver colgando del dedo índice. 8 de marzo, Manchester Me dirigía con mis hombres hacia el puerto de Manchester a recoger las armas. No os voy a negar que no estaba nervioso, ya que había mil y una cosas que podían salir mal; por eso había invertido mucho tiempo en preparar esta entrega. Creo que me pasé un poco con las cantidades, pero me quería asegurar de que el negocio prosperara rápido, ya que los italianos nos habían hecho descender entre las familias.
Por supuesto, no dejé todo lo que había construido en las manos de esa entrega, si no que deposité una parte de las ganancias para que pasara desapercibida, de momento, en el mundo de las apuestas. Para ello introduje a dos de mis mejores hombres en un garito de apuestas ilegales localizado cerca de la catedral de Birmingham. Espero que logren sacar este negocio adelante, ya que me estoy quedando sin ideas y cada vez con más enemigos. 25 de junio, Birmingham Seguimos en guerra con los italianos. Me gustaría explicar el contexto de este debate poco civilizado, detalladamente, pero creo que no hay tiempo, así que solo resumiré que el negocio fracasó, caímos en bancarrota y podría decirse que una oportunidad de atacar como esta no se puede desaprovechar, o eso debieron pensar los macarroni al regresar a Birmingham. Sinceramente, diré que no tengo esperanzas de ganar esta guerra, puesto que, aunque no muramos aquí, no nos queda ya nada. Supongo que este es el final de mi vida, el final de un cuaderno aún no terminado. 18 de septiembre, Irlanda Llegué a Irlanda hace dos meses para probar una nueva vida que me permitiera dejar atrás toda la basura que me trajo hasta aquí. Tenía pensado abrir un bar en intentar desaparecer por un tiempo. Un compañero de por aquí me consiguió un local de carretera, el cual convertí en un bar fantasma, un sitio donde las preguntas no aparecen. La gente venía casi únicamente para desaparecer un tiempo, ya que teníamos habitaciones. Lo mejor de todo esto es que el negocio era legal. Aun así, he decidido empezar un nuevo negocio dedicado a las apuestas. Como se suele decir, voy a tirar todo a una. 18 de enero, Irlanda He de reconocer que en ningún momento pensaba que iba a conseguir dirigir uno de los mejores bares de toda Irlanda. Al bar venían dos tipos de personas: los inocentes, que al saber de la fama del local venían a tomar algo y marcharse sin más, o los que llegaban expresamente a la parte trasera del bar donde instalé el club de apuestas de boxeo. Adornaban el club un piano, un ring de boxeo y algunas mesas de billar. Hice todo sin ayuda alguna. Espero que este local siga siendo exitoso para no tener que volver a mis orígenes y arriesgar mi vida nuevamente con un tema tan vulgar como el dinero. Al principio, me conseguí un seguro por si acaso algo de esto se tornaba a mal. Para ello coloqué en el piano mi revólver junto con unas cuantas balas, doce, concretamente. Espero que no me haga falta utilizarlo nunca, aunque, si estás leyendo esto, tal vez lo haya tenido que hacer sin demasiado éxito.
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